Cuando me diagnosticaron esclerosis múltiple, un médico me aseguró que en poco tiempo no podría caminar ni 200 metros. Unos años después, participaba en mi primera Ironman, la prueba más exigente del triatlón
Con 32 años lo tenía todo: era un hombre sano, enamorado, con sentido del humor y luchador. Ejecutivo comercial en una gran empresa, viajaba constantemente por todo el mundo, saltando de un continente a otro con la misión de cerrar acuerdos importantes. Mi vida profesional transcurría entre países exóticos, hoteles lujosos, esperas en aeropuerto, aviones estrechos y reuniones tensas e interminables. Lo tenía realmente todo. Pero aquello pareció desvanecerse para siempre una mañana de vacaciones. Se me cayó el cigarrillo de las manos. No una, sino dos veces. No le di mucha importancia al principio, pero fueron las primeras señales de un conjunto de síntomas que me preocuparon. Poco después me dijeron que padecía esclerosis múltiples. Me pronosticaron un futuro bastante gris y lo acepté, pero cuando vi que no podía coger en brazos a mi hijo, cambié totalmente de actitud. Empecé a recorrer cada día los 200 metros que separaban mi casa de la estación de metro. Cuando comprobé que podía hacerlo, decidí aumentar la distancia. Poco a poco, correr se convirtió en mi apuesta vital hasta que quise ir aún más allá. Me compré una bicicleta y me aboné a una piscina. Tenía dos claros objetivos: romper mis límites y vivir.