Un reportero frente al horror.
En Vietnam, en abril de 1975, Diego Carcedo vivió las dantescas horas finales de la evacuación de Saigón, y, tras salir de la ciudad, varios días de angustiosa huida. Ese mismo año vio marcharse a los últimos españoles del Sáhara Occidental. El chófer que le llevaba de Nicaragua a Honduras durante la guerra del fútbol, en 1969, trató de dejarle inconsciente mientras dormía. Días después, ya en Tegucigalpa, una bala perdida se incrustó a escasos centímetros de su cabeza.
No han sido pocas las veces, a lo largo de sus más de cincuenta años como periodista, en las que Diego Carcedo ha sentido miedo. Por suerte hay miedos de muchos tipos, y algunos rozan lo pintoresco. En Filipinas, Carcedo se prestó a someterse al examen de un sanador que afirmaba ser capaz de extraer, sin operar, las vísceras de sus pacientes. En Uganda, una entrevista a Idi Amín —«dígale usted al rey Franco que me envíe un mapa del Sáhara y estoy seguro de que resolveremos el conflicto»— casi se convierte en asunto de Estado a su regreso a España.
En Cisjordania, Yibuti, Camboya, Perú o Mali, Diego Carcedo ha sido testigo de guerras, revoluciones y terremotos. En todos ellos ha vivido situaciones atravesadas por el miedo que vienen a demostrar, una vez más, que la realidad casi siempre supera a la imaginación más desbocada.